jueves, 24 de mayo de 2012

Libros. Orhan Pamuk: Me llamo Rojo


Recordar es saber lo que se ha visto. Saber es recordar lo que se ha visto. Ver es saber sin recordar.
He vuelto a leer Me llamo rojo; me impresionó la primera vez que lo leí y ahora ha vuelto a conseguirlo. La frase con que inauguré este blog es, precisamente, una cita extraída de él. 
No es realmente un libro de caligrafía, sino un tratado sobre ilustración oculto en una novela de misterio: la búsqueda de un asesino es la excusa. Pero su lectura merece la pena para cualquier aficionado.
El ambiente: la ciudad de Estambul a finales del siglo XVI. De hecho, finaliza con la llegada al poder del sultán Ahmet —que ascendió al trono en 1603— quien, alentado por religiosos fanáticos, rompió con la tradición de la ilustración de libros, condenándolos a la desaparición:
Entregó bolsas repletas de oro a los calígrafos para que le prepararan aquel libro, La quintaesencia de las historias, pero no permitió que los ilustradores lo adornaran.
El contexto: la decadencia de la ilustración en el Imperio Otomano. En el islam, la pintura —entendida como imitación de la realidad creada por Dios— estaba prohibida y los imanes siempre la persiguieron, pero durante siglos se toleró y potenció por los poderosos la ilustración, entendida no como pintura propiamente dicha, sino como aquellas imágenes que permiten entender y sentir mejor lo que dice un texto. 
Lo verdaderamente importante es la historia, —le había dicho—. Una hermosa pintura complementa de forma elegante la historia. Pero cuando intento pensar en una pintura que no completa una historia, lo primero que se me viene a la cabeza es que no se convertiría en un ídolo.
No existe, pues, imagen sin historia detrás. Cuenta la leyenda que el apogeo de la ilustración de libros comenzó cuando Ibn Sakir, el mejor de los calígrafos árabes de la antigüedad, queda traumatizado observando cómo los soldados mongoles arrojaban al río todos los libros después de la conquista de Bagdad. 
Dos días después, en medio del hedor de los cadáveres y de los gritos de agonía, mientras contemplaba la corriente del Tigris, que ahora fluía rojo a causa de la tinta de los libros que habían arrojado a él, pensó que las decenas de libros que había escrito con su hermosa caligrafía y que ahora habían desaparecido no habían servido para detener aquella terrible masacre y destrucción y juró que nunca más volvería a escribir. Más aún, se le ocurrió que sólo podría expresar el dolor y la catástrofe de que había sido testigo mediante el arte de la pintura, al que hasta ese día había despreciado y considerado una rebelión contra Dios, y pintó todo lo que había visto desde el alminar en el papel del que nunca se separaba. A ese milagro feliz posterior a la invasión mongola le debemos la fuerza de que gozó la pintura islámica durante trescientos años y lo que la separa de la de los paganos y los cristianos: que el mundo se pinte con un dolor sincero y trazando la línea del horizonte desde lo alto, desde donde Dios lo contempla.
Los protagonistas son, pues, ilustradores y otros seres relacionados con ellos y con su arte. Estos se adueñan de los capítulos en los que el relato se hace siempre en primera persona. Hablan el Asesino, Negro o la hermosa Seküre, pero también el dinero, 
Me enorgullece que por fin me hayan aceptado como medida y que hayan puesto fin a tantas discusiones innecesarias. Antiguamente, antes de que nos acostumbráramos al café y se abrieran nuestras mentes, los ilustradores sin demasiado seso se pasaban las tardes que si yo tengo más talento, que si yo coloreo de verdad, que si yo soy el mejor dibujando árboles, que si nadie me supera haciendo nubes, y se peleaban cada noche y se saltaban los dientes. Ahora que todo sigue mi lógica, existe una dulce armonía en el método de trabajo de los talleres, incluso se llega a unas alturas dignas de los antiguos maestros de Herat.
el diablo,
Eso me lleva a mi segunda queja: yo no soy el origen de todo el mal y todos los pecados del mundo. Muchos hombres pecan a causa de su ambición, de su lujuria, su abulia, su bajeza y, en la mayor parte de los casos, su estupidez, sin que yo les provoque, engañe o tiente. El esfuerzo de algunos místicos leídos y escribidos de absolverme de todas las maldades es tan estúpido como ajeno al Sagrado Corán es el creer que de mí parten todos los males.
la mujer o el color Rojo, entre otros, por boca de un anciano que cuenta cuentos que inventa en un café a partir de los dibujos que le hacen en papel basto.
Mientras intentamos adivinar quién es el asesino, se nos van relatando, como piezas de un puzzle que hemos de montar, historias diversas que hablan de calígrafos, ilustradores, técnicas, escuelas. Todo girando hacia una pregunta fatídica: si se ha de tener o no estilo, si se han de repetir los modelos idealizados de los clásicos o se ha de imitar a los francos, a esos nuevos artistas europeos que, entrando desde la cercana Venecia, proponen la pintura como imitación de la realidad y hacen cuadros en los que uno puede descubrir quién es quién, llegando incluso a la blasfemia del retrato.
Los tradicionalistas, frente a los que pretenden innovar, reiteran su amor por lo de siempre, un amor tan terrible que incluso se considera un honor quedarse ciego a base de trabajo y se afirma que es entonces cuando mejor se ilustra.
Los antiguos maestros de Shiraz y Herat —proseguí— decían que para que un ilustrador pudiera dibujar un verdadero caballo, tal y como Dios lo ve y desea, deberían estar cincuenta años trabajando en ello sin parar y añadían que, de hecho, la mejor imagen de un caballo sería aquella que se dibujara en la oscuridad. Porque un ilustrador de verdad acabaría por quedarse ciego a fuerza de trabajar durante cincuenta años pero su mano memorizaría el caballo.
Al final, se intuye que ese mundo hermoso, pero no por ello menos mezquino en ocasiones, ha entrado ya en decadencia y desaparecerá a marchas forzadas. Como tantos otros oficios artesanos es arrastrado por ideologías y sustituido por nuevas técnicas. 
Aunque a algunos, aún hoy, nos dé por invertir parte de nuestro ocio intentando recuperar algunos restos del naufragio... y disfrutando profundamente con ello.

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