miércoles, 13 de mayo de 2015

Cristianismo: belleza, pecado y sentido de la Justicia.

Aprovecho el momento para abrir un nuevo apartado, que titularé Reflexiones y en donde expondré pensamientos que han rodeado aquello que dibujo. Y empezaré por el anterior Cristo crucificado.
La otra noche, comentando la caligrafía anterior con mi hermano Pablo, la conversación acabó deslizándose hacia la teología.
Y llegamos a la conclusión de que, dejando de lado las tragedias generadas en nombre de Dios y de la ortodoxia —como en nombre de tantas ideologías “salvíficas”— y la inutilidad de tantos diálogos profundos sobre el sexo de los ángeles, hay algunos curiosos e interesantes.
Una de estas discusiones, que atrajo mi atención en su momento, se produjo en el medievo europeo y planteaba lo siguiente: Si, en la búsqueda del placer, era más pecado yacer con una mujer hermosa que con una fea. Y no era, aunque lo parezca, un asunto baladí.
Las dos opciones que se dieron en el siglo XII —superando a padres de la Iglesia que, como San Jerónimo (muy anterior, c. 340-420), no estaban por matices— estuvieron defendidas por Huguccio y Alain de Lille.
El primero defendía que el pecado era proporcional a la belleza de la mujer argumentando que, en buena lógica, también el placer es mayor.
El segundo, en cambio, opinaba lo contrario: La belleza es una forma de coacción y, por tanto, quien desea a una mujer hermosa peca menos, ya que su hermosura le hace perder una parte de su libre albedrío y, por ende, de responsabilidad.
En el fondo, y aquí estaba lo interesante, de lo que se trataba no era tanto de la belleza o el pecado, sino de la imagen de Dios que cada uno pretendía imponer.
Este Ser, aparentemente igual para todos, tenía representaciones muy diferentes. Para el citado Jerónimo Dios representa la justicia exacta: no admite matices, ni interpretaciones; el bien y el mal se encuentran nítidamente definidos, la culpa correctamente tipificada y la sanción ha de ser la misma.
Para Huguccio en la Justicia divina predomina la Venganza. Ha de servir para reprimir y para mantener a cada cual en su sitio y evitar cualquier desvío de la norma; y la norma es: aquí hemos venido a sufrir y a conseguir con nuestro sufrimiento la salvación eterna. Lo que a Él le molesta, según este prócer, lo que Lo ofende, por lo que nos castiga, no es tanto el acto en sí mismo, sino el placer o el beneficio implícito en él. Porque siendo felices atentamos contra su mandato de sufrir en esta vida por partida doble: de un lado, incumplimos la orden dada cuando nos expulsó del Paraíso; de otro, nos rebelamos contra Su bondad al olvidar, siquiera por unos instantes, el sacrificio que su propio Hijo hizo por nuestra salvación muriendo en la cruz. Así, si fornicar es ya de por sí malo, hacerlo con una mujer hermosa —y más vale no entrar en otros detalles escabrosos— ha de ser considerado horrible.
Para Alain de Lille, en cambio, Dios ejerce Justicia desde el Perdón, desde la comprensión de nuestras debilidades. Él conoce que el impulso sexual es fuerte —¿cómo no va a saberlo, si él mismo lo creó? —, sabe que no siempre tenemos la fortaleza necesaria para oponernos a él, y nos castiga cuando caemos porque así está establecido. Pero entiende que según qué tentaciones son superiores a otras, y que no todas son punibles de la misma manera ni merecedoras del mismo castigo.
La idea de Alain de Lille fue más importante de lo que puede parecer, ya que se integraba en un concepto jurídico de hondo calado, también medieval: la libertas a miseria.
La lógica de aquellos teólogos era la siguiente: el pecado depende del libre albedrío y éste puede estar condicionado por las circunstancias. Si un hombre satisfecho roba un pan comete un pecado diferente del que comete otro que roba ese mismo pan movido por el hambre. En el segundo caso, es la miseria lo que le impele a pecar, obnubilado su entendimiento por la necesidad. Pretende sobrevivir, no ofender a Dios. El pecado, por tanto, es mucho menor y el castigo ha de ser proporcional a la ofensa.
Dejando de lado que los poderosos medievales, fueran nobles o clérigos, no tuvieran demasiado en consideración estos argumentos, la idea caló y se mantuvo por los siglos, hasta emerger, desde perspectivas laicas, en etapas históricas más progresistas.
Y llegamos al final. Las respuestas a la pregunta de si es más pecado yacer con mujer hermosa o fea no se refiere, en el fondo, al sexo; ni tan siquiera a Dios. Se articula sobre la idea que llegamos a tener de lo que habría de ser la Justicia ideal.
Y que durante siglos ésta estuviera supeditada a unos reales o supuestos mandatos divinos —y en algunos países todavía hoy sigue organizándose de esta manera— no altera en absoluto la esencia de los razonamientos.
Espero, finalmente que, amados de Dios, esta no haya sido una lectura inútil.
Ferdinandus, d.s.
P.S. Esta discusión la encontré en: Deschner, Karlheinz (1974). Historia sexual del cristianismo. Zaragoza: Editorial Yalde, 1993. Un texto interesante para entender un poco más nuestra historia. Aprovecho también para aclarar que el concepto de Libertas a miseria es mucho más complejo de lo que aquí señalo.


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