domingo, 31 de mayo de 2015

Reflexiones: Prisa y rapidez no siempre son sinónimos.

En el comedor de casa hay un pequeño reloj de cuco que compramos en la Selva Negra. A veces, para relajarme, me siento en el sillón y me entretengo siguiendo el ir y venir del péndulo, metódico, preciso, sonoro. Tic, tac, tic, tac…
Ese reloj, como los demás, marca el paso del tiempo. Pero no un tiempo cualquiera: sólo el tiempo de Cronos.
Cronos, hijo de Urano, el Cielo, y Gea, la Tierra. Habiendo mutilado a su padre y temeroso de que sus hijos acabaran con él, los devoraba cuando salían del vientre de su madre. Simboliza el tiempo que pasa, la perentoriedad de la vida. Es el que miden los relojes —los cronómetros toman de él su nombre—, el que canta mecánicamente el pequeño pajarito mecánico de nuestro reloj de cuco. Un tiempo mesurable, divisible en fracciones idénticas, origen de la revolución industrial y de las prisas que nos aquejan.
Y sin embargo, a todos nos ha pasado alguna vez vivir idénticos lapsos de tiempo de formas diferentes: hay minutos que se nos hacen eternos y horas que pasan casi sin notarlas.
Existe, por tanto, otra percepción más íntima, subjetiva, que no coincide, ni tiene por qué, con la que marcan los relojes.
Los antiguos griegos, siempre tan sutiles, tenían también otro dios, menor, hoy casi olvidado, para gobernar ese otro tiempo, que define la calidad de vida. Lo llamaban Kairós, y lo asociaban con el Momento Oportuno. Hijo de Zeus y de Tiké (la Fortuna) era representado como un joven calvo, con un único mechón de pelo en la cabeza y sujetando una balanza desequilibrada en su mano izquierda.
Los griegos creían que, si se cruzaba en nuestro camino y podíamos asirnos de ese mechón de pelo, tendríamos la suerte de nuestro lado (y de este antiguo mito nos queda todavía una frase que no se entiende si no se conoce la leyenda: “la ocasión la pintan calva”). 

Para concluir, afirmaban que a Kairós es inútil perseguirlo porque no se le puede dar alcance nunca. Sólo cabe estar atentos a que pase por nuestro lado e intentar agarrar con fuerza ese mechón que nos ofrece como asidero improbable.
 Cronos y Kairós dominan nuestras vidas, aunque únicamente sea popular el primero. Uno marcándonos nuestra finitud, el otro ofreciéndonos un tiempo cualitativamente diferente: un tiempo para vivir, poblado de opciones que aprovechar en cada instante. Porque, lejos de ser improbables, las oportunidades aparecen constantemente aunque, en nuestra necedad, no seamos capaces de reconocer aquellas que ni nos imaginamos que puedan llegar a existir.
Volvamos al movimiento Slow y reinterpretemos su filosofía. La propuesta de la lentitud como forma de vida, la elección de la calma como opuesta a las prisas significa primar el sosiego, no abandonarnos a la inacción.
Porque una cosa es transitar tranquilos y otra, absolutamente diferente, es ser pusilánimes. Distinguir claramente cuándo es el momento de echarnos la siesta y cuándo reaccionar rápidamente a un estímulo es un don que pocas personas poseen y un arte que aún menos practican.
Aviso, pues, para navegantes desbrujulados. La lección de los griegos era, sin prisas, disfrutar de la vida en cada uno de sus instantes; sin agobiarnos, ser capaces de aprovechar cada Oportunidad que nos brindan los dioses.
Ferdinandus, d.s. bajo el signo de Géminis.

P.S: Los griegos también dispusieron de un tercer organizador del tiempo: Aión, dios de la eternidad, joven y viejo al tiempo. Simbolizaba el aliento vital, representaba el Camino que recorremos y la satisfacción de recorrerlo. Significaba también el reconocimiento de nuestra vocación y la capacidad para escuchar nuestra voz interior. Pero esta es otra historia para otra ocasión.

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