jueves, 21 de mayo de 2015

Reflexiones: Si no eres para ti mismo…

Últimas reflexiones sobre las preguntas del rabino Hillel a partir del pecado de la acidia.
1. Si no eres para ti mismo, ¿quién será para ti?
ACEPTAR.
Al parecer, aunque la pobreza idiomática actual las considere sinónimas, algunos teólogos de la antigüedad diferenciaban la simple pereza de la acidia, un pecado mucho más grave. Afirmaban aquellos pensadores que Dios, en su complejo plan para el Mundo, nos habría concedido a cada persona unos dones concretos, acompañados del mandato de utilizarlos para nuestro desarrollo personal y el bienestar de nuestros semejantes. Ignorar o no utilizar esos dones, que era en lo que consistía este terrible pecado, era al tiempo un desprecio al Creador y un perjuicio para la comunidad, que se veía así privada de una piedra necesaria, y quién sabe si fundamental, para construir un mundo mejor, más justo y más solidario.
Ser para uno mismo. Aceptarnos como somos; asumir nuestras carencias, pero también desarrollar nuestras posibilidades: esos preciosos dones con que la Vida, Dios, el Azar —llámesele como se quiera— nos han personalizado sin que mediase ningún esfuerzo o derecho previo por nuestra parte. No hay nadie que no posea no uno, sino varios, aunque a menudo por ignorancia, desidia o falta de oportunidades, se pierdan cada día, en tantas personas, tantos y tan necesarios.
Ser para nosotros mismos, conocernos, significa también crecer interiormente. ¿Quién será para nosotros si ni siquiera nosotros lo somos; cómo aceptar al prójimo sin previamente aceptarnos; a quién podremos amar si nunca hemos llegado a amarnos realmente? En el mandato cristiano del “ama a tu prójimo como a ti mismo” ya se indica que el primer movimiento ha de ser hacia el interior.

2. Si sólo eres para ti ¿quién eres tú?
COMPARTIR.
Vivimos en comunidad, o mejor, en comunidades: la familia, los amigos, el clan, la fratría, la patria, el mundo. Crecemos y evolucionamos porque compartimos. Estamos donde estamos —y no sólo para bien, hay que reconocerlo— porque nos cuidaron de niños, porque alguien nos ayudó a resolver nuestros problemas, porque otros soportaron nuestras dudas y nuestras estupideces, porque en tantas ocasiones nos tendieron la mano. Pero también porque a través de siglos un ingente número de personas aportó, y nos sigue aportando, logros, descubrimientos, inventos, rutas para viajar, y no sólo exteriores.
La pregunta habría de ser: ¿cuáles son nuestras aportaciones? ¿en qué hemos colaborado, o colaboramos, cada uno de nosotros a ese bien común? Y deberíamos tener una respuesta clara sin necesidad de buscar mucho en la memoria.
Aunque cueste creerlo, la generosidad es la opción más inteligente para uno mismo. Ser capaces de trasladar, de vez en cuando, el eje del Yo al Nosotros, aunque a algunos nos cueste trabajo, a menudo, sólo el intentarlo.
No hay ninguna contradicción entre aportar a los demás y el Ser para uno mismo; sólo un complemento que lo enriquece. Guardo una frase de Stephen Covey desde hace años que expresa lo que quiero decir mucho mejor de lo que yo podría hacerlo: “Si soy físicamente interdependiente, soy capaz y dependo de mí mismo, pero también comprendo que tú y yo trabajando juntos podemos lograr mucho más de lo que puedo lograr yo solo, incluso en el mejor de los casos. Si soy emocionalmente interdependiente, obtengo dentro de mí mismo una gran sensación de valía, pero también reconozco mi necesidad de amor, de darlo y recibirlo. Si soy intelectualmente interdependiente, comprendo que necesito mis propios pensamientos con los mejores pensamientos de otras personas.  (...) La interdependencia es una elección que sólo está  al alcance de las personas independientes”.
Y, de nuevo, la referencia de la acidia. Lejos de estar solos, entre la familia y la humanidad completa, somos piezas de diferentes mosaicos, quizás de apariencia insignificante vistas individualmente, pero necesarias para completarlos y darles su auténtico significado. Negarlo es negarnos. Es dejar de ser un poco —o mucho, dependerá de cada caso— e impedir que esas imágenes, de las que formamos parte, se completen de la forma más hermosa.

3. Y si no ahora ¿cuándo?
ACTUAR.
Me encanta la palabra procastinar.  Cuando la descubrí me reconocí en este verbo de inmediato y me dije: “fíjate, has estado procastinando toda la vida y tú sin darte ni cuenta”.
Procastinamos constantemente; dejamos cosas para mañana, inconscientes de que ese mañana puede ser utópico. De hecho, puede no llegar nunca. Se espera el fin de semana, las vacaciones, la jubilación, cambiar de trabajo, encontrar otra pareja… a veces inútilmente. De poco han servido los consejos afianzados en siglos de experiencias —el bíblico “Dele Dios a cada su afán” o el “Carpe diem” acuñado por Horacio—; seguimos posponiendo acciones importantes, ocupando nuestro tiempo en inutilidades, articulando excusas sin sentido, presos de nuestra desidia, oprimidos por nuestros miedos al fracaso, olvidando que cada segundo es único e irrepetible.
Esta última pregunta de Hillel es la fundamental. Responderla, respondérnosla y ser consecuentes con esa respuesta, es la base del cambio, del camino del triunfo en la lucha contra el antiguo y olvidado pecado de la acidia, de ese pecado que —independientemente de nuestras creencias y filiaciones religiosas— nos aleja de ser todo lo que podemos, de dar lo mejor de tenemos y recibir lo más precioso de los que nos rodean.
P.S. La acidia, o acedia, ha tenido más interpretaciones teológicas. A destacar la de Evagrio Póntico (s. IV), que la asimilaba a la desesperanza.
Ferdinandus, d.s.  bajo el signo de Géminis.


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